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En abril de 1990, una funesta alianza entre terratenientes-narcotraficantes y miembros del Ejército ejecutó una de las matanzas más escandalosas de nuestra historia reciente.

30.03.08

Según testigos, un mayor del Ejército y un jefe paramilitar dirigieron la tortura, desmembración y decapitación de varios habitantes de Trujillo, en el Valle del Cauca. Los hierros candentes, las mangueras de agua y las motosierras fueron los instrumentos favoritos para asesinar. Los cuerpos de las víctimas fueron arrojados al río Cauca y se amenazó de muerte a quien osara rescatarlos. Posteriormente fueron asesinados el párroco local, el padre Tiberio Fernández; una sobrina suya y un compañero. Sus cuerpos también aparecieron destrozados días después en el río.

El entonces comandante de la III Brigada, el general Manuel José Bonnett Locarno, negó de plano la responsabilidad del mayor involucrado e hizo lo posible por desacreditar al único testigo presencial, quien luego fue detenido y desaparecido en el casco urbano del municipio.

Años después, gracias a valerosas denuncias de defensores de los derechos humanos, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos confrontó el caso y nombró una comisión de investigación, cuyos resultados fueron devastadores para el Estado colombiano. Tan contundente fue el informe, que el presidente Samper tuvo que reconocer la responsabilidad estatal y ordenar que se reparara e indemnizara a los deudos de las víctimas y al municipio.

Se puso en juego la palabra de la Comisión y el Presidente contra la del general, como parece estar ocurriendo hoy con la masacre de San José de Apartadó, en la que militares y paras asesinaron a miembros de la comunidad de paz e incluyeron entre las víctimas a niños menores de dos años. No es un secreto que la jerarquía militar negó las responsabilidades oficiales y llegó a acusar a las Farc de la matanza. Es más, el presidente Uribe acusó a los habitantes de San José de ser parte de las Farc. En marzo de 2007, el padre Javier Giraldo denunció ante el vicepresidente Santos nuevas amenazas de muerte contra los pobladores. Respuesta: silencio.

Ahora se puso en juego la palabra del Presidente y los altos mandos militares de ese entonces contra la de la Fiscalía, que acaba de llamar a juicio a 17 militares y acusarlos de complicidad con los paras en la matanza. Falta ver quién triunfará esta vez: la justicia colombiana se la tiene que jugar, porque de lo contrario la Corte Interamericana de Derechos Humanos y la Corte Penal Internacional intervendrán y, como en el caso de Trujillo, no será de extrañar que el Estado sea condenado. Sólo que esta vez no ha sido solamente la palabra de un general, sino la de otro presidente, contra la de la Fiscalía.

Según El Tiempo, el general Padilla de León ha manifestado que “Nosotros, como Fuerzas Militares, siempre hemos tenido la mejor voluntad de colaborar con la justicia, es nuestro propósito que esto se aclare y que ante todo brille la justicia, que esto tenga un proceso rápido, justo y que llegue a determinaciones concretas”.

El general dice una verdad a medias: esa afirmación de que “siempre hemos tenido la mejor voluntad…” se contradice con la actitud militar en el caso de Trujillo. Y se contradice con el silencio que se ha mantenido en relación con los hechos. Ha sido necesaria la acción de la Fiscalía para que se reconociera algo que era dese hace tiempos de conocimiento general. Ojalá esta vez sí sea cierta la posición y se le explique a la opinión pública cómo es posible que un suboficial vinculado a la masacre haya sido premiado con un paseo al Sinaí.

Otrosí: si los paras de Itagüí apoyaron la marcha de febrero, ¿eso quiere decir que fueron convocantes de la misma? Es la lógica que usa el asesor doctrinario de la Presidencia para desacreditar la de marzo, al decir que porque las Farc la apoyaron, fueron sus convocantes. Afirma esto a pesar de las reiteradas negaciones de los organizadores, quienes hicieron explícito su repudio a ese apoyo fariano.

Por: Álvaro Camacho Guizado
El Espectador

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