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En Arauca los patios traseros como campos de batalla

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27.06.08

Reportaje de primera mano de la violencia implacable que azota a este pueblo cansado de la guerra

Por Dan Feder
International Peace Observatory

La vereda de Filipinas (Tame, Arauca) debe ser de los pocos lugares en el mundo donde se pueden escuchar las risas de niños y los tiros de ametralladora al mismo instante. Las muchachitas risueñas corriendo alrededor de nosotros llevaban tiempo suficiente viviendo en una zona de guerra como para saber que los sonidos de combate estaban muy lejos para representar algún peligro, y las miradas de terror en los rostros de los adultos que visitábamos de afuera les parecían divertidísimas.

Pero las risas, en realidad, esconden miedo y tristeza. Filipinas y las otras veredas que las rodean han sido escenario de los peores enfrentamientos en el departamento nororiental de Arauca durante este año. Estuve allí del 1 a 7 de junio, y vi de primera mano un poco de cómo se ve, se siente y escucha la guerra que no parece tener fin en este rincón de Colombia.

Un pequeño grupo de campesinos y líderes de la zona se habían reunido en esos días en una finca de Filipinas para tomar un taller organizado por la Asociación Campesina de Arauca (ACA). La ACA había invitado a una abogada de la organización no gubernamental Humanidad Vigente – junto con algunos estudiantes de ciencias sociales de la Universidad Pedagógica, para hablar sobre temas relacionados con derechos humanos y territorio; a un experto en agricultura orgánica del la Federación Nacional Sindical Unitaria Agropecuaria (FENSUAGRO-CUT); y el Observatorio Internacional de Paz (IPO), para observar y acompañar al evento. Es a través de talleres como estos y otras actividades organizativas que la ACA busca reconstruir el tejido social –resquebrajado después de tantos años de conflicto– y sobre todo animar y ayudar a lo que queda del campesinado araucano para que se quede con sus tierras y resista en contra de que lo desplacen.


Taller de agricultura orgánica en Filipinas

Durante cada día del taller, la tranquilidad de los interminables campos y potreros ganaderos fue, de vez en cuando, roto por los motores lejanos de helicópteros. La zona rural de la que forma parte Filipinas, jurisdicción del municipio grande Tame, es una que el Ejército Colombiano considera como el bastión más importante que les queda a las Fuerzas Revolucionarias Armadas de Colombia (FARC) en Arauca. En esta zona hay operaciones militares constantes. Como es de esperarse, la población civil está siempre atrapada en el fuego cruzado. Esta área, como es la mayoría de Arauca, forma parte de Los Llanos, la extensa planicie al este de los Andes, compartida por Colombia y Venezuela. No hay montañas ni valles para aislar a un pueblo de otro, como hay en muchas zonas de conflicto del área andina. Cada punto parece expuesto y vulnerable.

Pesaba ahí todavía la memoria del pasado 17 de abril, hace menos de 2 meses, cuando seis hombres camuflados entraron a Filipinas y apresaron a dos jóvenes. Luego los llevaron fuera del pueblo y los asesinaron. La comunidad no pudo identificar a qué bando pertenecían los asesinos. Además del conflicto entre el Ejército y FARC, estas últimas y el Ejercito de Liberación Nacional (ELN, el otro grupo insurgente más importante de Colombia) sostienen un enfrentamiento por el territorio en Arauca, y Filipinas se encuentra justo en esa línea invisible que divide los dos lados. También corren rumores de que hay nuevos grupos de ultraderecha y de mafiosos emergiendo en la zona, como ha venido sucediendo a lo largo del país.


Arauca y Los Llanos son conocidos por su cultura de vaqueros

El jueves 5 de junio por la tarde, escuchamos una cantidad de fuertes ruidos, como si tratara de truenos en la distancia. Gente que pasaba por la finca habló de combates que se estaban llevando a cabo en un pueblo vecino. Poco después, un helicóptero sobrevoló muy alto, y mientras se alejó de nosotros, empezó el sonido inconfundible de los ametrallamientos. Los ojos de la gente se abrieron de par en par, las madres apretaron a los bebes contra su pecho, y todos nos congelamos por un momento. Cuando se entendió que no habían balas cayendo en ningún lugar cercano, bajó la tensión, y los niños empezaron a reírse de los demás. Hasta algunos de los adultos empezaron a hacer bromas nerviosas, o burlarse cariñosamente a los que no estábamos acostumbrados a estar tan cerca de una fuerza tan destructiva. Pero detrás de esas risas ansiosas, todos tenían miedo. Quizás hoy, las ráfagas están lo suficientemente lejos como para que podemos fingir que no importa. Pero mañana, quién sabe.

Los ametrallamientos siguieron durante más de una hora, y las balas empezaron a brillar cuando se puso el sol y el cielo se oscureció.

El día siguiente, supimos que los estruendos que escuchamos la tarde del jueves provinieron de combates entre pequeños grupos de militares y guerrilleros en una finca cercana. Los militares, en una clara violación del Derecho Internacional Humanitario (las normas de respeto a la población civil durante la guerra, ratificadas por la mayoría de los países del mundo, entre ellos Colombia), habían acampado en la casa de un campesino. Este no fue un hecho aislado del que casualmente nos dimos cuenta, sino una problemática constante y que se convierte en motivo de miedo a través de todo el país. Lejos de proteger a los civiles, esta práctica trae la guerra hasta sus parcelas y básicamente los convierte en escudos humanos de los militares.

Esa mañana, mientras íbamos por camioneta en camino hacia una finca ubicada en otra vereda, vimos varias casas con soldados adentro o en los patios. En algún momento, un grupo de tres de ellos nos señaló con el dedo y se río de nosotros. Al llegar, un soldado estaba saliendo sólo de un sitio de la finca donde hubo una explosión, apretando con un dedo el gatillo de su rifle.

Tres vacas estaban tendidas en medio del portero, alrededor de un pequeño hueco en el suelo. Dos estaban muertas, mientras una vivía todavía, jadeando, con un lado de su cuerpo lleno de huequitos por las esquirlas. Llevaba toda la noche ahí.

Cada vaca representa por lo menos dos meses de ingresos para un campesino araucano. Unos vecinos estaban trabajando duro para ayudar a la señora que vivía ahí a despresar los animales, intentando salvar toda la carne que podían. Esa noche ella estaba en la casa con algunos familiares cuando vio que un grupo de guerrilleros se acercaba a su finca para atacar a los soldados que se encontraban acampando allí

“Me boté al piso porque había mucha bala en la casa y el miedo, era demasiadísimo,” nos contó. Mientras hablaba en su cara se dibujaba una expresión de desesperación. “Ya son tres veces, ya. Entonces yo me boté al piso, ya no tenía casi salvación. Entonces las bombas cayeron, botaron cuatro. Y la última fue la que me molestó, yo sentí el dolor de una vez. Y el ganado, hasta entonces no nos dimos cuenta, hasta que se vino el muchacho y nos dijo de los animales.”

Se preguntaba en voz alta si tenía sentido quedarse en su tierra, si debería más bien empacar sus cosas y marcharse. Al hacerlo, se uniría a las filas de los más de 4 millones de desplazados en Colombia. En relación con el total de su población, Arauca fue segundo el departamento más afectado por el desplazamiento en el 2007.

En el cráter poco profundo que dejó la explosión fatal, encontramos mucho de los artefactos explosivos intactos. Evidentemente no se trataba de uno de los “cilindros bombas” caseros que usa la guerrilla, sino un misil pequeño de fábrica industrial. Uno de los hombres de la comunidad me dijo que los soldados lanzan estos de una arma de mano, un especia de tubo. Lleva años viviendo en el campo de batalla y no tengo por qué dudar de su versión.

¿Y el soldado que vimos, saliendo de la finca? Me imaginé que estaba ahí para registrar los datos de la señora, para hacer algún tipo de informe, o tal vez incluso ayudarla a pedir compensación por sus pérdidas. Pero no: llegó para ver, ya que estaban muertas las vacas, si la señora no le podía vender a él y a sus compañeros un poco de carne. Le importó mas poder comer bien ese día que los daños que había hecho a esta familia.

Después la llevamos en la camioneta hasta el centro de Filipinas – donde afortunadamente una misión de Médicos sin Fronteras estaba trabajando ese día – para que la revisaran el estómago, pues no paraba de dolerle después de lo sucedido.

Un pueblo de sobrevivientes

“Fuimos desplazadazos de donde vivíamos primero pero aquí estamos”, cuenta José Luis Torres, joven de Filipinas y integrante de la ACA. “Hemos sido atropellados por parte del estado, han habido balaceras en nuestra casa, pero la meta es seguir, y seguir resistiendo en esta tierra, por que es parte de mi vida”.

José Luis estaba en su antigua finca en la vereda de Nápoles el 19 de mayo de 2004, cuando un grupo de unos 100 paramilitares entraron a la zona, y en lo que después se conoció como el masacre de Flor Amarillo, asesinaron por lo menos 13 civiles. Según José Luis, fueron más: “Asesinaron 20 personas, degollándolas, acusándolas de ser colaboradores de la subversión cuando simplemente eran personas que, como muchos, eran jornaleros y atendían a los negocios de esas poblaciones. El 20 de mayo, tuve que ir a llevar un muchacho por ese camino donde habían quedado los muertos. Tal fue la sorpresa cuando empezamos a encontrar uno, dos, tres, cuatro muertos.” Hubo retenes en el mismo camino, y pocos creyeron las versiones del Ejército en donde pretendían mostrar que no habían tenido nada que ver con la sangrienta incursión paramilitar.

Mucha gente en el taller de la ACA en Filipinas eran testigos o sobrevivientes de otros momentos traumáticos en la historia reciente de Arauca. Una señora estaba viviendo en Santo Domingo en diciembre del 1998, cuando la fuerza aérea colombiana, trabajando junta con dos pilotos contratistas estadounidenses, botó una bomba clúster en medio del pueblo, matando 19 civiles. Todavía recuerda los detalles más pequeños de ese día, como si fuera ayer.

Muchos han tenido que desplazarse varias veces, huyendo de una vereda a otra, o incluso de un departamento a otro. Filipinas es una vereda con una historia corta, y muchos vienen de otros partes. Uno de los retos más grandes del movimiento campesino es poner freno a este ciclo.

“No valdría la pena salir desplazados aquí,” dijo José Luis. “¿Para qué nos iríamos para una ciudad? Tal vez, muchas personas buscan eso porque creen que la ciudad soluciona todo. Pero no es así. Allá, uno de pronto sufre menos el conflicto, pero entonces sufre por otros lados. Como lo es, por falta de vivienda, bueno, un sin número de cosas que hay aquí que no las hay en la ciudad”.

Una mirada desde las oficinas

La costumbre del ejército de quedarse en casas de civiles- llevando la batalla hasta sus casas- sigue, así como sigue la violencia. Según una serie de comunicados de la ACA, el domingo 8 de junio (un día después de mi regreso) algunos aviones llevaron a cabo bombardeos cerca de estos pueblos. No se reportaron mayores daños, pero estos bombardeos producen aun más temor que los ametrallamientos, ya que son mucho más destructivos y menos precisos El lunes, iniciaron fumigaciones aéreas en Filipinas, donde casi no queda coca, pero sí mucho plátano y maíz. Una cantidad todavía no definida de cultivos se perdió.

Y el martes 10 de junio, recomenzaron los combates, los cuales duraron casi el resto de la semana. Estos incluyeron el disparo de varios morteros (explosivos disparados desde más de un kilómetro) que cayeron cerca de algunas casas.

Durante una entrevista la semana siguiente, Sandra Rangel, Personera de Tame, nos dijo que la relación entre la fuerza pública y la población ha cambiado mucho en los últimos años. Que por primera vez, la gente en general se siente segura y protegida por el Ejército. No obstante reconoció que a veces, en la zona rural (donde ella no va), a veces a los militares “se les olvida” lo que estipula el DIH, y terminan poniendo a los civiles en más peligro aún, cuando acampan por mucho tiempo en casas o escuelas. Afirmó que su oficina ya estaba tomando medidas para acabar con esta práctica y que pronto se veríann resultados.

Por su parte, el Brigadier General José Rafael González Villamil, comandante de la Brigada 18 (y el encargado de todas las operaciones militares en el departamento), insistió en que tales problemas se habían acabado varios años atrás. “Este año fue decretado el Año de Fortalecimiento de los Derechos Humanos para el Ejército”, dijo durante una entrevista en su oficina, en la capital del departamento. “Hemos insistido en que la tropa no debe quedarse en las casas o en las escuelas”.

Oneida Giraldo Camargo, la abogada de Humanidad Vigente que habló con los campesinos en el taller de la ACA, tuvo algunas cosas que decir acerca de este año especial de “derechos humano” que celebran las Fuerzas Militares y que ha recibido mucha atención. El Ejército habla de derechos humanos, explicó Giraldo, pero no del Derecho Internacional Humanitario, porque esto atraería atención a la constante violación del mismo por su parte. Pero de hecho, como se entiende a nivel internacional, es sólo el Estado, el gobierno, el que puede garantizar los derechos humanos a los ciudadanos. Los derechos humanos no son del dominio del Ejército, mientras el DIH, sí.

Según el General González, todo va básicamente bien y la gente se lleva de maravilla con el Ejército. “El departamento ahora esta muy tranquilo”, me dijo. “Sólo tenemos algunos problemitas ahí en lo que es Filipinas”. Unos cuantos problemitas, no más…

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