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11.02.06
Siempre me ha provocado curiosidad el origen de los nombres de los lugares que he visitado y, cada vez que he preguntado por qué tal pueblo tenía tal nombre, he recibido respuestas interesantes: a veces filosóficas, a veces casi científicas y a veces simplemente chistosas. Durante mi primer viaje a Arauca, conocí una comunidad que, muy en breve, hizo desvanecer en mi mente tal curiosidad: la vereda de Lejanías, cuyo nombre no guarda ningún misterio.
Llegamos a Lejanías un viernes de diciembre, en un día de verano, cuando la luz del sol llenaba el cielo por completo y los llanos araucanos parecían aún mas llanos, por la fuerza que ejercían los rayos sobre la tierra.
Salimos de El Botalón, un caserío cuya carretera principal es pavimentada (aún solo por pocos metros), centro de confluencia de los comercios de la zona rural que lo rodea, pero donde el aire que se respira es aquello genuino del campo, con la voz de la quebrada a lo lejos, los vallenatos, las rancheras y la música llanera sonando en todas las casa, las noches densas y largas. Un carro-camioneta nos lleva por unos caminos de tierra que pasan en el medio de aquella que parece una sola e infinita platanera. El viaje es largo: muchos kilómetros, casi sin darnos cuenta, ya que seguimos viendo siempre lo mismo.
Salimos a una carretera pavimentada y seguimos viajando hasta que llegamos a otro camino desterrado, donde, a pocos metros, nos encontramos con un retén del Ejército. Los morrales de los soldados están en el patio de una casa; los militares están sentado unos dentro y otros justo en frente de la vivienda. Son tropas del Batallón 47 de la Brigada Móvil Nº 5. Unos soldados se acercan: piden nuestros documentos y preguntan sobre nuestro destino y nuestro trabajo. Dicen que no se van a demorar mucho en aquella casa de civiles: se moverán después de haber tomado agua.
Continuamos nuestro viaje. El paisaje ya es diferente: palmeras que parecen tocar el cielo, llanuras quemadas por el verano, los silencios y el vacío de la sabana. Por fin aparece la primera casa: es una tienda, donde unos campesinos están jugando billar y tomándose las últimas cervezas de la fiesta de la noche anterior. Aquí empieza Lejanías. Aquí, sin necesidad de preguntar, desvanece mi curiosidad toponímica: una vereda tan aislada del resto del mundo y tan abandonada a sí misma, así como la vi, no podía que tener el nombre que tiene. Se trata de una comunidad donde viven unas 15 familias, a por lo menos unos 15 minutos de camino la una de la otra. Aquí no llegan los servicios de saneamiento básico, no hay luz y no se garantiza ningún tipo de atención médica a los campesinos. La gente nos mira asombrada: es la primera vez que alguien los visita y aprovechan de la ocasión para contarnos miles de historias.
Llegamos a otra casa y, en poco tiempo, aquí se reúnen todos los habitantes de la vereda. Sin pensárselo dos veces, matan una gallina y las mujeres empiezan a preparar el almuerzo, mientras los hombres nos cuentan anécdotas de sus vidas. Nos hablan del bazar que hicieron la noche anterior, para levantar fondos para la comunidad, tan necesitada cuanto olvidada por el municipio y el Estado. Mandan a los niños a buscar naranjas, para compartir con nosotros lo poco que tienen. Algunos se sientan en una hamaca, otros sobre pimpinas de gasolinas vacías, otros buscan maderas.
En breve se crea un ambiente de confianza: nosotros preguntamos como se vive por allá y ellos también quieren saber algo sobre nuestros países. De sus palabras emerge cuanto es difícil convivir con la pobreza y el abandono, aun más si a todo eso se suman las amenazas y los atropellos de unas tropas de la Brigada Móvil Nº 5, encargadas de la seguridad de la zona.
Los campesinos cuentan que, en los últimos días del mes de noviembre de 2005, el Ejército permaneció en las casas de unos civiles, maltratando a algunos de ellos física y verbalmente. Detuvieron a un campesino, culpándole de colaborar con la insurgencia y, después de casi cinco horas, durante las cuales no pudieron comprobar de ninguna forma su acusa, lo soltaron, diciéndole: “¡Váyase guerrillero!”. Se llevaron a dos campesinos con un helicóptero, acusándoles de lo mismo; a otro habitante de la vereda lo obligaron a que se dejara tomar una foto por ellos. Los campesinos están tan acostumbrados a sufrir este tipo de maltrato que todo lo narran como si fuera normal, sacándole el lado cómico a cada historia de injusticia que les ha tocado vivir. Aquel día todos se rieron contando la anécdota de un marrano marcado con el nombre del Batallón.
Salí de Lejanías con el eco de las voces de los campesinos en los oídos, de las tantas historias que había podido escuchar en tan poco tiempo. Historias desde las lejanías.
Regresamos hacia el Botalón. En el mismo lugar donde los habíamos encontrado antes, permanecían los soldados. Los morrales en el patio y los militares dentro de la misma casa. ¿Aún tomando agua?