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El 9/11 y la doctrina de buenas intenciones

23.09.05

Artículo de Noam Chomsky publicado en El Espectador (23.09.05)

No es una tarea fácil lograr cierta comprensión de los asuntos humanos. En algunos aspectos, es más difícil que con las ciencias naturales. La madre naturaleza en realidad no provee las respuestas, pero al menos no se desvía de su camino para erigir barreras a la razón. En cuestiones humanas, es necesario detectar y desmantelar barreras erigidas por los sistemas doctrinarios, que adoptan una gama de estratagemas que fluyen muy naturalmente de la concentración del poder.

Para facilitar los esfuerzos de mercadeo, los sistemas doctrinarios suelen describir al enemigo actual como diabólico por sí mismo. En ocasiones, la definición es exacta, pero los crímenes son raramente el origen de las poderosas medidas contra algún objetivo que interfiere con planes actuales.

Una ilustración reciente es Saddam Hussein, un indefenso blanco caracterizado como una poderosa amenaza a nuestra supervivencia, incriminado con los ataques del 11 de septiembre de 2001 y acusado de intentar atacar nuevamente.

En 1982, el gobierno de Ronald Reagan sacó a Saddam de la lista de estados que patrocinaban el terrorismo, a fin de que pudiera comenzar el flujo de ayuda militar y de otro tipo al tirano asesino. Esto continuó mucho después de las peores atrocidades ordenadas por Saddam y de la terminación de la guerra con Irán, e incluyó proporcionar medios para desarrollar armas de destrucción masiva.

El récord es evidente y cae dentro del “general acuerdo tácito según el cual no se debe mencionar ese hecho en particular”, en palabras de George Orwell. Es necesario crear falsas impresiones no solamente sobre el actual “Gran Satán”, sino también sobre la propia y única nobleza. En particular, la agresión y el terror deben ser descritos como autodefensa y como una consagración a visiones inspiradoras.

El emperador Hirohito de Japón, en su declaración de rendición, en agosto de 1945, le dijo a su pueblo: “nosotros declaramos la guerra a Estados Unidos y a Gran Bretaña a raíz de nuestro sincero deseo de asegurar la autopreservación de Japón y la estabilización del este asiático. Estaba muy lejos de nuestra intención violar la soberanía de otras naciones o embarcarnos en una expansión territorial”.

La historia de los crímenes internacionales está inundada de sentimientos similares. Escribiendo en 1935, con las oscuras nubes del nazismo cerniéndose sobre el mundo, Martin Heidegger declaró que Alemania debía evitar “el peligro de que el mundo oscureciera” más allá de las fronteras de la nación. Con sus “nuevas energías espirituales” revitalizadas gracias al régimen nazi, Alemania sería al menos capaz de “asumir su misión histórica” y salvar al mundo de la “aniquilación” a manos de las “indiferentes masas” de otras partes, especialmente Estados Unidos y Rusia.

Incluso, los individuos de mayor inteligencia e integridad moral sucumben a la patología. En el momento más álgido de los crímenes británicos en la India y China, de los cuales él tenía un conocimiento íntimo, John Stuart Mill escribió su clásico ensayo sobre la intervención humanitaria. Mill urgió a Gran Bretaña asumir vigorosamente la empresa aun cuando fuese criticada por atrasados europeos que no podían entender que Inglaterra era “una novedad en el mundo”, una nación que actuaba solamente “al servicio de los otros”, asumiendo generosamente los costos de llevar la paz y la justicia al planeta.

La imagen de la excepcionalidad justificada parece ser universal. Para los Estados Unidos, un tema constante es el intento de traer la democracia y la independencia a un mundo afligido. La historia estándar entre los eruditos y los medios de comunicación es que la política exterior de los Estados Unidos contiene dos tendencias en conflicto. Una es la que llaman el idealismo wilsoniano, basado en nobles intenciones. La otra es el realismo sobrio, según el cual, tenemos que comprender los límites de nuestras buenas intenciones. Estas son las dos únicas opciones.

Sin importar la retórica en circulación, se requiere gran control para no reconocer los elementos de verdad en la observación del historiador Arno Mayer de que desde 1947 Estados Unidos ha sido el mayor perpetrador del “terrorismo de estado” y de otras “acciones deshonestas” que causan enorme daño “siempre en el nombre de la democracia, la libertad y la justicia”.

Para Estados Unidos, el enemigo de toda la vida ha sido el nacionalismo independiente, particularmente cuando amenaza convertirse en un “virus”, como señaló Henry Kissinger al aludir al socialismo democrático de Chile después de que en 1970 Salvador Allende fuera elegido presidente.

El “virus” por consiguiente tenía que ser extirpado, como lo fue, el martes 11 de septiembre de 1973, una fecha frecuentemente llamada en Latinoamérica “el primer 11 de septiembre”. Aquel día, luego de años de subversión alentada por Estados Unidos, las fuerzas del general Augusto Pinochet atacaron el palacio presidencial chileno. Allende murió, en un aparente suicidio, no queriendo rendirse al asalto que demolió la democracia más antigua y vibrante de Latinoamérica, y Pinochet estableció un régimen brutal. El número oficial de muertos del primer 11 de septiembre es de 3.200; se considera que el número real es cercano al doble de esa cifra.

En términos per cápita, esto equivaldría a la cantidad de 50.000-100.000 muertos en Estados Unidos. Washington apoyó firmemente el régimen de Pinochet y tuvo un rol en su triunfo inicial. Pinochet rápidamente se movió para integrar otras dictaduras latinoamericanas respaldadas por Estados Unidos en la red internacional de estados terroristas, la “Operación Cóndor”, que causó estragos en Latinoamérica.

Esta es una más de las múltiples ilustraciones de la “promoción de la democracia” en el hemisferio y en otras partes. Ahora nos quieren hacer creer que la misión de Estados Unidos en Afganistán e Irak es llevar allí la democracia.

“Los musulmanes no odian nuestra libertad, sino que odian nuestra política”, concluye un informe de septiembre pasado hecho por Defense Science Board, un equipo asesor del Pentágono, agregando que “cuando la diplomacia pública norteamericana habla sobre la necesidad de llevar la democracia a las sociedades islámicas, esto es visto como nada más que hipocresía”.

Tal como los musulmanes lo ven, continúa el informe, “la ocupación estadounidense a Afganistán e Irak no ha conducido a la democracia, sino solamente a más caos y sufrimiento”.

En un artículo del Financial Times en julio, citando el informe del Defense Science Board, David Gardner señala: “En su mayoría, los árabes creen, de manera plausible, que fue Osama bin Laden quien destrozó el statu quo, no George W. Bush, (porque) los ataques del 11 de septiembre les hicieron imposible a Occidente y a sus déspotas clientes árabes continuar ignorando un arreglo político que incubaba un odio ciego contra ellos”.

No debería resultar una sorpresa que Estados Unidos se parezca a otros estados poderosos, pasados y presentes, que persiguen los intereses estratégicos y económicos de los sectores dominantes con el acompañamiento de una próspera retórica sobre su excepcional dedicación a los más altos valores. Si se la confronta con el telón de fondo del desastre que se está desplegando en Irak, una fe acrítica en las buenas intenciones solamente pospone la corrección que desesperadamente se necesita tanto en el enfoque como en la política.

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