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Historias del Magdalena Medio

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7.10.05

Hoy, me miré en el espejo y me dije: “No me puedo rendir. Nunca jámas.” Lo que siento hoy, ahora – esta rabia, esta esperanza, este ánimo – no puede ser simplemente “una fase pasajera,” como dirían los “adultos”.

***
Acabo de regresar a Puerto Matilde desde San Francisco, dos caseríos sobre el Río Cimitarra. Quizás fue por el intenso calor del sol que me encontré con tales pensamientos, idos y abstractos. O quizás por pensar en las posibilidades de contraer paludismo tras tantas picadas de zancudos. O quizás no. Quizás, tuvieron la culpa las tantas historias que he escuchado estos días. Es probable que al ciudadano corriente en los Estados Unidos o en el norte de Bogotá, estas historias sean tan impresionantes, como lo son para mí. Sin embargo, aquí, en esta parte del mundo, en esta parte del conflicto, son sencillamente normales y hasta mundanas.

Historias como la del ejército que anda de vereda a vereda con encapuchados y reconocidos paramilitares, dedicados a capturar a supuestos guerrilleros o sus simpatizantes. En una vereda del Nordeste Antioqueño, un campesino quien fue llevado preso por el ejército me contó que uno de esos encapuchados, un ex – guerrillero convertido en integrante de la “red de informantes” de Uribe, después de haberlo denunciado como auxiliador de la guerrilla, se le acercó y le dijo: “Hombre, dígale (al ejército) que todo esto (la finca, el ganado y otras cosas) pertenece a la guerrilla. Yo me ganaré buena platica y quizás suficiente para trabajar en Cali”. Por cada persona capturada (o dada de baja) por medio de las denuncias del delator, el gobierno paga al informante. Éstos suelen ser ex – combatientes descontentos que lo ven más fácil señalando a campesinos que realmente tener que decir dónde están la guerrilla, sus campamentos o sus caletas. Tal vez si estos informantes tuvieran otras opciones de empleo, no tendrían que decir que el campesino es un colaborador, sólo por el hecho que una vez, cuando eran guerrillero, pidió al campesino darle una comida para sofocar su hambre o un vaso de agua para extinguir su sed.

O de pronto la historia de Sandra*, quien, entre lagrimas, contó que ya no soportaba más, que si era verdad que el ejército había vuelto a saquearle la casa, se marcharía. Su marido, un líder comunitario, no quiso irse, me dijo; antes, él se quedaría a seguir organizando a la comunidad, aunque el ejército siguiera persiguiendo líderes comunitarios. Tendrían que separarse. No supe qué decirle, solo que si decidía dejar al marido, que no tuviera rabia con él. Él no tiene la culpa. Tal vez no fue la cosa más urgente de decir, pero en el momento, se me vino. Yo solo estaba triste de ver otra familia rota por esta violencia.

O quizás cuando algunos de nosotros estábamos contando chistes, muertos de risa, un señor se me aproximó y pidió hablar conmigo a solas. Caminamos un poco y me pasó un papelito con un nombre y un número telefónico escritos en él. Empezó a explicarme que el nombre pertenecía a una muchacha de 18 años quien fue asesinada hacía 3 días por los paramilitares en Barrancabermeja; pero no pudo continuar, porque se atoró y las lágrimas le mojaron las mejillas. No era familiar suya, me dijo, pero le dolió tanto que alguien que él había visto criar fuera asesinado repentinamente y sin ninguna razón, solo porque vivía en una zona de influencia guerrillera. Tomé más apuntes, le agradecí y me fui con los hombros hundidos y la sonrisa desaparecida.

O la vez que fuimos a la vereda El Tamar y le preguntamos al ejército que por qué andaba con paramilitares. Lo negaron, diciendo que los campesinos mentían. Para ellos, y el mundo, los campesinos siempre mienten. Me enteré después que uno de los soldados le dijo a un campesino que nos mandó solos a hablar con el comandante porque quería ver “si el soldado prestando guardia nos disparaba”. Es una lástima que nos odien tanto.

Hablamos con unos soldados, algunos que tenían apenas 19 o 20 años de edad. Son muchachos geniales. Me pregunto qué harían ellos si para conseguir la libreta militar no tuvieran que pagar servicio en el ejército nacional, “defendiendo la patria,” tienen que trabajar como una fuerza mercenaria, defendiendo los intereses de algunos ricachones de las ciudades que únicamente quieren más tierra y más dinero (hace poco, en las tierras del Sur de Bolívar y del Nordeste Antioqueño, Uribe otorgó derechos de exploración a una corporación multinacional y fue puesto en marcha un gran operativo militar) y están dispuestos a sacrificar muchos más muchachos pobres en el proceso.

O la historia de Doña Angela*, que siempre me recibe en la casa con un vasito fresco de limonada con panela después de una larga y dura caminata a su casa, o con un plato de arroz, frijoles, yuca y carne, con un tintico así tenga o no hambre. Cuando hablamos solemos terminar hablando de su hermano y hermana asesinados por los paramilitares en Barrancabermeja. Esta vez me contó que su hermano vivía cerquita a ella, pero por razones desconocidas, la guerrilla lo echó. Les rogó que lo dejaran para que trabajara, porque en la ciudad sabía que llegaría a ser un blanco militar de los paramilitares, porque venía del campo.

O la familia de siete personas cuya casa fue recientemente saqueada por el ejército en la vereda de Notepases. Ví el rostro del padre y no ví más que amargura y desespero. No les quedó nada; el ejército les dañó hasta la ropa.

O la historia de Tito, un joven de 16 años de la vereda de Paso de la Mula. Hace dos meses, en una casa en el Nordeste Antioqueño, Tito, mi persona y otros amigos trasnochamos contando chistes verdes. Nos reíamos tanto aquella noche. Tito era callado, pero se reía también, y sus chistes eran, pues… ¡digamos que nos reíamos porque no los entendíamos! Esta vez, estando en la región, alguien me preguntó, “Oiga, ¿se acuerda de Tito? Hace 15 días los paracos lo cogieron y lo mataron a punta de palos y piedras.” Me pregunto hasta cuándo puedo recordar a Tito. No quiero olvidarlo.

Yo recuerdo una historia, una recién hecha, un poco menos desalentadora. Es una sobre una charlita que tuve con un tal Miguel*, de 12 años. Quería realmente concentrarme en escribir este artículo, pero él vino y comenzó a hacerme una cantidad de preguntas. Honestamente, no quería “pararle bolas,” pero pienso que es mejor que no lo haya hecho. Hablamos principalmente de la música. Le dije que cuando fuera a Bucaramanga, que buscara un disco de Rage Against the Machina, porque son la chimba. Dice querer aprender a tocar la guitarra, pero según él, lo malo de Colombia es que “no aprovechen de lo bueno que tiene uno.” Para hacer realidad los sueños de un niño de 12 años del campo colombiano, uno tiene que tener mucha suerte. Le dije que como preguntaba mucho, podría ser un periodista campestre de la ACVC. Preguntándole acerca del conflicto, me dijo: “esos del ejército son los que más nos joden.” Hace un año, su padre fue desaparecido por los paramilitares, dejándolo solo con su mamá y hermano menor.

Pues no sé dónde termine todo esto. Esperamos salvar vidas. Sin embargo, me pregunto si con toda la presión y las matanzas la gente que queda se desplazará a las ciudades, y toda esta tierra y riqueza será devorada por los negociantes. Es un pensamiento angustiante…

***
Por el momento, trataré de no pensar en eso. Por ahora, volveré a mirarme en el espejo y decirme: “No puedo rendirme. Nunca jamás.”

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