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¿Leyenda de la coca o profecía?

12.05.06

por Antonio Diaz

Cuando los pobres indios acampan en sus noches frías de viaje por el altiplano o la montaña, allí junto a sus cargas y cerca de sus asnos, se acurrucan sobre el duro suelo, forman un estrecho círculo y el más anciano o cariñoso saca su chuspa o su tary de coca y desnudándolo lo deja en el centro, como la mejor ofrenda a disposición de sus compañeros. Entonces, éstos, silenciosamente, toman pequeños puñados de la verde hoja y comienzan la concien¬zuda masticación.

Horas y más horas hacen el aculli, extrayendo y tragando con cierta guía el amargo jugo. Cuando ya todos han comenzado la masticación, parece que el espíritu de esos parias se despertara bajo el silencio de la noche. Surgen las confidencias sobre las impresiones, esperanzas y amarguras que durante todo el día callaron mansamente bajo la hostil mirada de sus amos, los blancos. Cierta vez que yo viajaba por el altiplano, me vi. obligado a pasar la noche a la intemperie junto a uno de esos grupos de indios viajeros. Aterido de frío el [sic] crudo viendo que soplaba por la desierta pampa, no pude conciliar el sueño. Fue entonces que en medio del insomnio oí referir esta leyenda. Escuchad:

Era por el tiempo en que habían llegado a estas tierras los conquistadores blancos. Las jornadas siguientes a la hecatombe de Cajamarca fueron crueles y sangrientas. Las ciudades fueron destruidas, los cultivos abandonados, los templos profanados e incendiados, los tesoros sagrados y reales arrebatados. Y, por todas partes en los llanos y en las montañas los desdichados indios fugi¬tivos, sin hogar, llorando la muerte de sus padres, de sus hijos o de sus hermanos.

La raza, señora y dueña de tan feraces tierras, yacía en la miseria, en el dolor. El inhumano conquistador, cubierto de hierro y lanzando rayos mortales de sus armas de fuego y cabalgando sobre briosos corceles, perseguía por las sendas y las apachetas a sus espantadas víctimas. Los indios indefensos, sin amparo alguno, en vano invocaban a sus dioses, en vano lamentaban su desdicha. Nadie, ni en el cielo ni en la tierra, tenía compasión de ellos.

Un viejo adivino, llamado Kjana-Chuyma, que estaba, por or¬den del inca, al servicio del templo de la isla del Sol, había logrado huir antes de la llegada de los blancos, a las inmediaciones del lago, llevándose los tesoros sagrados del gran templo. Resuelto a impedir a todo trance que tales riquezas llegaran al poder de los ambiciosos conquistadores, había conseguido, después de vencer muchas dificultades y peligros, en varios viajes, poner en [sic] salvo por lo menos momentáneamente, el tesoro, en un lugar de la orilla oriental del lago Titicaca. Desde aquel sitio, no cesaba de escudriñar diariamente todos los caminos y la superficie del lago, para ver si se aproximaban las gentes de Pizarro.

Un día los vio llegar. Traían precisamente la dirección hacia donde él estaba. Rápidamente resolvió lo que debía hacer. Sin perder un instante, arrojó todas las riquezas en el sitio más pro¬fundo de las aguas. Pero cuando llegaron junto a él los españoles, que ya tenían conocimiento de que Kjana-Chuyma se había traído consigo los tesoros del templo de la isla, con intención de sustraerlo al alcance de ellos, lo capturaron para arrancarle si fuera preciso por la fuerza el ansiado secreto.
Kjana-Chuyma se negó desde el principio a decir una palabra de lo que los blancos le preguntaban. Sufrió con entereza heroica los terribles tormentos a que lo sometieron. Azotes, heridas, que¬maduras, todo, todo soportó el viejo adivino sin revelar nada de cuanto había hecho con el tesoro. Al fin, los verdugos, cansados de atormentarle inútilmente, le abandonaron en estado agónico para ir por su cuenta a escudriñar por todas partes.

Esa noche, el desdichado Kjana-Chuyma, entre la fiebre de su dolorosa agonía, soñó que el Sol, dios resplandeciente, aparecía por detrás de la montaña próxima y le decía:
Hijo mío. Tu abnegación en el sagrado deber que te has im¬puesto voluntariamente de resguardar mis objetos sagrados, me¬rece una recompensa. Pídenos lo que desees, que estoy dispuesto a concedértelo. ¡Oh! Dios amado respondió el viejo. Qué otra cosa puedo yo pedir en esta hora de duelo y de derrota, sino la redención de mi raza y el aniquilamiento de nuestros infames invasores. Hijo desdichado le contestó el Sol. Lo que tú me pides, es ya imposible. Mi poder ya nada puede contra esos intrusos; su dios es más poderoso que yo. Me ha quitado mi dominio y por eso, también yo como vosotros debo huir a refugiarme en el mis¬terio del tiempo. Pues bien, antes de irme para siempre, quiero concederte algo que esté aún dentro de mis facultades. Dios mío, repuso el viejo con pena si tan poco poder ya tienes, debo pensar con sumo cuidado en lo que voy a pedirte. Concédeme la vida hasta que pueda decidir lo que he de rogarte.

Te concedo, pero no más que el tiempo en que transcurre una luna. Dijo el Sol y desapareció entre las nubes rojas. La raza estaba irremediablemente vencida. Los blancos, orgu¬llosos y déspotas, no se dignaban considerar a los indios como a seres humanos. Los habitantes del inmenso imperio del Sol, sin rey y sin caudillos, no tuvieron más que soportar calladamente la esclavitud para muchos siglos o huir a regiones donde aún no hubiera llegado el poder de los intrusos. Uno de esos grupos, embarcándose en pequeñas balsas de to¬tora, atravesó el lago y fue a refugiarse en la orilla occidental, donde Kjana-Chuyma estaba luchando con la muerte. Los indios, sabedores de cuanto le había ocurrido al noble anciano, acudieron solícitos a prodigarle sus cuidados. Kjana Chuyma era uno de los yatiris más queridos en todo el imperio, por eso los indios rodearon su lecho de agonía, llenos de tristeza, lamentando su próxima muerte. El anciano, al ver en torno de sí ese grupo de compatriotas desdichados, sentía más honda pesadumbre e imaginaba los tiem¬pos de dolor y amargura que el futuro guardaba a esos desventu¬rados. Fue entonces que se acordó de la promesa del gran astro. Resolvió pedirle una gracia, un bien durable, para dejarlo de he¬rencia a los suyos; algo que no fuera ni oro ni riqueza, para que el blanco ambicioso no pudiera arrebatarles; en fin, un consuelo secreto y eficaz para los incontables días de miseria y padecimien¬tos. Al llegar la noche, lleno de ansiedad en medio de la fiebre que le consumía, imploró al Sol para que acudiera a oír su última petición. A los pocos momentos, un impulso misterioso lo levantó de su lecho y lo hizo salir de la choza.
Kjana-Chuyma, dejándose llevar por la secreta fuerza que lo dirigía, subió por la pendiente hasta la cumbre del cerro. En la cima notó que le rodeaba una gran claridad, que hacía contraste con la noche fría y silenciosa. De pronto, una voz le dijo: Hijo mío. He oído tu plegaria. ¿Quieres dejar a tus tristes hermanos un lenitivo para sus dolores y un reconfortante para las terribles fatigas que les guarde en su desamparo?
Sí, sí. Quiero que tengan algo con que resistir la esclavitud angustiosa que les aguarda. ¿Me concederás? [Sic] Es la única gracia que te pido para ellos, antes de morir.

Bien respondió con dulce tristeza la voz. Mira en torno tuyo. ¿Ves esas pequeñas plantitas de hojas verdes y ovaladas? Las he hecho brotar para ti y para tus hermanos. Ellas realizarán el milagro de adormecer penas y sostener fatigas. Serán el talismán inaprecia¬ble para los días amargos. Di a tus hermanos que, sin herir los tallos, arranquen las hojas y, después de secarlas, las mastiquen. El jugo de esas plantas será el mejor narcótico para la inmensa pena de sus almas. Después de recibir varias otras instrucciones, el viejo, lleno de consuelo, volvió a su choza cuando la aurora comenzaba a iluminar la tierra y a platear las tranquilas aguas del lago. Kjana-Chuyma, sintiendo que le quedaban pocos instantes de vida, reunió a sus compatriotas y les dijo: Hijos míos. Voy a morir, pero antes quiero anunciaros lo que el Sol, nuestro dios, ha querido en su bondad concederos por intermedio mío. Subid al cerro próximo. Encontrareis unas plantitas de hojas ovaladas. Cuidadlas, cultivadlas con esmero. Con ellas tendréis alimento y consuelo. En las duras fatigas que os imponga el despotismo de vuestros amos, mascad esas hojas y tendréis nuevas fuerzas para el trabajo. En los desamparados e interminables viajes a que obligue el blanco, mascad esas hojas y el camino os [sic] hará breve y pasajero.

En el fondo de las minas donde os entierre la inhumana ambi¬ción de los que vienen a robar el tesoro de nuestras montañas, cuando os halléis bajo la amenaza de las rocas prontas a desplo¬marse sobre vosotros, el jugo de esas hojas os ayudará a soportar esa vida de oscuridad y de terror. En los momentos en que vuestro espíritu melancólico quiera fingir un poco de alegría, esas hojas adormecerán vuestra pena y os darán la ilusión de creeros felices. Cuando queráis escudriñar algo de vuestro destino, un puñado de hojas lanzado al viento os dirá el secreto que anheláis conocer.

Y cuando el blanco quiera hacer lo mismo y se atreva a utilizar como vosotros esas hojas, le sucederá todo lo con¬trario. Su jugo, que para vosotros sera la fuerza de la vida, para vuestros amos sera vicio repugnante y degenerador: mientras que para vosotros los indios sera un alimento casi espiritual, a ellos les causara la idiotez y la locura.

Hijos mios, no olvideis cuanto os digo. Cultivad esa planta. Es la preciosa herencia que os dejo. Cuidad que no se extinga y conservadla y propagadla entre los vuestros con venera¬cion y amor’.
Tales cosas les dijo el viejo Kjana-Chuyma, dobló su cabeza sobre el pecho y quedó sin vida. Los desdichados indios gimieron inconsolables por la muerte de su venerable yatiri. Durante tres días y sus noches lloraron al difunto sin separarse del lecho. Al fin, fue necesario pensar en darle sepultura. Para ello eligieron la cima del próximo cerro. En silenciosa comitiva fueron los indios hacia la cumbre, conduciendo el cadáver de su yatiri. Fue enterrado dentro de un cerco de las plantas verdes y misteriosas. Recién en ese momento se acordaron de cuanto les había dicho al morir Kjana-Chuyma y cogiendo cada cual un puñado de las hojitas ovaladas se pusieron a masticarlas. Entonces se realizó la maravilla. A medida que tragaban el amargo jugo, notaron que su pena inmensa se adormecía lentamente.

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