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Epidemia de pena

12.08.06

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“En Rioseco y Murillo aún tenemos problemas con la guerra”, alertó Jaime Arias, el cabildo mayor kankuamo, refiriéndose a dos de los 12 poblados de esta etnia de la Sierra Nevada de Santa Marta, en el norte de Colombia.

Arias, la máxima autoridad civil indígena, recuerda a sus 258 paisanos asesinados en los últimos cuatro años, debido a lo cual todos los miembros del pueblo kankuamo tienen medidas provisionales de protección, impartidas por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, organismo del sistema de la Organización de los Estados Americanos.

La Sierra Nevada es uno de los escenarios colombianos de duros enfrentamientos armados entre las guerrillas izquierdistas, los ultraderechistas paramilitares y las fuerzas de seguridad del Estado. En esta guerra civil, la mayoría de las víctimas las ponen los civiles.

Murillo fue casi un pueblo fantasma desde 2002, cuando quedó ocupado por los paramilitares y tres cuartas partes de las familias que lo habitaban se marcharon. Algunas de ellas regresaron este año, pero el que quiera ir allí debe pedir permiso al comandante del ejército local y registrar los alimentos que lleva.

En Rioseco, en la zona plana, sólo tres viviendas quedaron habitadas de las más de 100 existentes. Con miedo y en medio de las amenazas contra los líderes, 32 familias indígenas retornaron en mayo de 2004.

“Esto quedó solo”, rememoró un habitante anciano, señalando el vecindario, donde la vegetación oculta la mayor parte de las casas.

“Aquí desapareció la fuerza pública y aparecieron los ‘paras’ (paramilitares). Hubo sometimiento de la población y amenazas, entre ellas contra el cabildo menor (autoridad local) el día que lo eligieron”, complementó su hija.

Un punto a ocho kilómetros de Valledupar, la capital del departamento de Cesar, y cerca de Rioseco resultó especialmente letal para los kankuamos. En la bifurcación hacia el corregimiento de Los Corazones fueron asesinados más de 50 indígenas.

“Los paramilitares formaron un ‘cementerio’ kankuamo aquí”, dijo un líder con quien IPS recorrió la carretera. En ese punto, esta etnia piensa erigir un monumento a la memoria de sus muertos.

“Siquiera que esto ya está descansado. Porque cuando decían ‘vienen los paracos’ (paramilitares), al principio, uno montaba cerro (subían hacia la sierra). Ya después no, después nos echaban corte (cortaban el paso), y cuando entraban al pueblo ya estaba uno rodeado. Se daban gusto”, recordó Luisa, una pobladora de Atánquez, la capital kankuama y la que puso más muertos.

Se daban gusto matando. Cuentan que en una cafetería de Valledupar, paramilitares remedaban jocosamente la forma como el kankuamo Héctor Arias, a quien acababan de asesinar, clamaba en el poblado indígena de La Mina para que le permitieran vivir. Tenía sólo 28 años y era padre de cinco hijos.

“Cuando venían los paramilitares, recorrían sólo ciertas calles, donde se suponía que habitaban ‘los torcidos’ (acusados de colaborar con la guerrilla).

Llegaban a las 5:30 horas de la mañana, tocaban a la puerta y muchas veces no había tiempo de ponerse la ropa”, relató Juan Carlos.

“Eran dos, tres, cuatro muertos semanales. Uno se acostumbró tanto, que pensaba que estaba pasando algo raro cuando no había muertos”, agregó.

Las calles empedradas de Atánquez, y su plaza central, rectangular y con uno de sus extremos en forma de arco, bordeada de árboles de mango y matarratón (Gliricidia sepium), van contando la guerra: permanece cerrada la tienda de la esquina nororiental, que fue saqueada porque los paramilitares no encontraron a su dueño, pero en cambio asesinaron a un conductor.

Hay niños en Atánquez que recuerdan el asesinato de tres hombres frente a más de 500 personas en la plaza. Lo que a ellos más les llamó la atención fue que los cuerpos brincaban mientras les disparaban.

Un poco más arriba, en la plaza del Coco, mataron a puñaladas a un hombre que velaba por sus padres ancianos.

El centro de acopio de carne, donde esperaban a la gente a las cinco de la mañana para detenerla y luego matarla, hoy luce en su puerta cerrada una cruz pintada con brocha.

El más llorado de los muertos fue el aprendiz de mamo (jefe espiritual) Abel Alvarado, reconocido líder de la recuperación cultural y quien desde joven se había dedicado al estudio de la botánica y de la medicina tradicional kankuamas. Su asesinato por parte de paramilitares fue en 2002, “un 8 de diciembre inolvidable”, como dijo a IPS una mujer, que no agregó detalles.

Al joven Yairson Villazón lo mataron porque reconoció, entre los paramilitares que se habían presentado como soldados, a sus ex compañeros de servicio militar. “Era un tipo sano”, dijo a IPS un primo suyo.

“Son amigos míos, son del ejército, le contestó Villazón a su mamá cuando ella le dijo que no saliera porque habían llegado los ‘paracos’”, relató. El joven se había alegrado de verlos y les mostró fotos de recuerdos comunes, con lo cual selló su destino.

A la entrada de Ramalito, otro corregimiento, más de 20 paramilitares fueron muertos por explosivos de la guerrilla, aunque la prensa informó de siete decesos. “Eran militares también, fueron reconocidos por la gente”, dijo a IPS un indígena cuyo nombre se mantiene en reserva.

Según Basilio Arias, coordinador general del consejo de mayores de la Organización Indígena Kankuama, hoy la nueva peste entre los kankuamos mayores de 50 años es el infarto, por la pena que cada uno lleva dentro. “Todavía no ha pasado el miedo”, dijo a IPS.

¿Y esto será que va a sanar algún día? “Quién sabe”, sonrió Luisa, “ojalá que sí. Y ojalá que vaya más para corto que para largo, porque uno ya está cansado de tanta violencia”.

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