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9.09.06
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Hace mucho tiempo no se sentía un ambiente de indignación general como el que produjo la noticia de que un coronel, un mayor, un capitán y un teniente del Ejército participaron en siete actos terroristas. Las expresiones oscilaron entre el dolor, la ira y la estupefacción. Más aun cuando no es el primer escándalo que afecta a la institución militar, sino el último de una serie larga y vergonzosa. En uno de los ataques inventados murió José Antonio Vargas, un humilde reciclador que caminaba por una calle cercana a la carrera 45 con calle 75, en el barrio Gaitán de Bogotá, cuando explotó un carro bomba que en principio estaba dirigido contra una patrulla de soldados miembros del Batallón de Policía Militar número 15 que iba hacia el Cantón Norte. La explosión dejó heridos también a un suboficial y a nueve soldados. ¿Qué pueden sentir ahora estos damnificados, o los familiares de Vargas?
La mayoría de los actos terroristas se llevó a cabo en la capital en los días previos a la segunda posesión de Uribe. Cuatro años atrás, las Farc habían atentado contra el Palacio de Nariño en el momento de la transmisión del mando, y ese antecedente hacía prever que este año intentarían algo semejante. Bajo el clima de temor, los autores de los actos falsos pensaron que sería posible culpar al grupo guerrillero y cobrar la desactivación de carros bomba y otros atentados. La prensa y la opinión pública no dudaron en achacarle la oleada terrorista a las Farc. Incluso hubo comentarios en el sentido de que su bajo nivel, comparado con el de 2002, era producto de los éxitos de la política de seguridad democrática.
Todo era un engaño colectivo. Al menos eso dijeron las primeras versiones, corroboradas por un comunicado leído por el general Mario Montoya el jueves en la noche. Las investigaciones apenas comienzan, y el fiscal general, Mario Iguarán, habló de la posibilidad de que la autoría recayera en manos de miembros de las Farc infiltrados en el Ejército. Bajo esta alternativa, la responsabilidad de los militares sería menor.
Pero cualquiera de las hipótesis es preocupante. Si los atentados fueron una farsa, las secuelas serían gravísimas desde los puntos de vista ético, militar y político. El Ejército es la institución en la que recae la confianza de todo un país para combatir a sus enemigos. Que aparezcan oficiales inmersos en las mismas conductas que precisamente deben perseguir pone en juego su prestigio y su credibilidad y genera una profunda desazón. Los atentados fueron torpes y no se entiende que su desactivación se considerara más importante que la evidencia de que las Farc no podían repetir la ofensiva de hace cuatro años gracias a la política de seguridasd democrática.
Nadie cree que estos hechos hayan sido ordenados por la cúpula. Son individuales. Pero son tan frecuentes y desconcertantes, que producen inquietudes sobre la eficacia de las Fuerzas Armadas en momentos en que ha crecido el optimismo sobre la posibilidad de ganarles la guerra a las Farc y de derrotar al terrorismo. Peor aun cuando se han presentado otros casos recientes de características semejantes (ver recuadro).
Los militares se ganaron, después de un trabajo sostenido durante varios años, el apoyo de la comunidad internacional y el respeto de los colombianos. Durante la década de los 80 la ayuda de Estados Unidos se dirigió a la Policía y se limitó a la lucha contra el narcotráfico porque existía desconfianza sobre el compromiso del Ejército con los derechos humanos. Esa situación cambió desde mediados de los 90. El Plan Colombia ha incluido ayudas financieras cercanas a los 4.000 millones de dólares para las Fuerzas Armadas. En el plano interno, las encuestas indican que por primera vez los militares ascendieron a los primeros lugares de favorabilidad entre todas las instituciones. Los golpes que ha recibido su imagen en los últimos meses son un atentado contra estos importantes logros estratégicos.
Basta recordar el clima que reinaba en las principales ciudades del país en vísperas al 7 de agosto. En Bogotá, el alcalde Luis Eduardo Garzón convocó varios consejos de seguridad para monitorear los esfuerzos preventivos contra el terrorismo de las Farc. Las calles se militarizaron. La ciudadanía padeció retenes, requisas, restricciones en las ciclovías y ley seca. El regreso del terrorismo, o la repetición de los atentados de 2002, invadió el ambiente colectivo.
Hubo otras consecuencias de mayor alcance. En su momento circularon versiones de que el presidente Álvaro Uribe anunciaría en su discurso de posesión una generosa oferta de paz para la guerrilla, tanto de las Farc como del ELN. A última hora, las noticias sobre la ola de atentados con que supuestamente se saludaba su segunda administración habría obligado a un cambio del texto. Sólo hubo alusiones generales, de tono escéptico y contenido ambiguo, sobre las posibilidades de abrir una negociación de paz. La confirmación de que los actos terroristas fueron inventados con participación de miembros de las Fuerzas Armadas significaría que el Presidente de la República – el Comandante en Jefe – habría tenido que modificar su política por culpa de ilícitos cometidos por sus propios subordinados. Una barbaridad inconcebible.
No menos significativo fue el efecto de las informaciones sobre estos atentados en la comunidad internacional. Las medidas de seguridad para proteger a las delegaciones extranjeras que asistieron a la posesión, comenzando por la de Estados Unidos, fueron extremas y les dieron origen a despachos y crónicas de la prensa internacional que cubrió al evento. En todos se mencionaba la ofensiva de las Farc para ‘recibir’ el segundo cuatrienio de Álvaro Uribe. ¿Todo era un vil engaño? ¿Cómo puede un Presidente decidido a terminar el conflicto liderar a un Ejército que viola principios tan esenciales? ¿Cómo se ha llegado a una situación que permite semejantes despropósitos?
Las respuestas no son fáciles, pero hay varios indicios. En los últimos años se ha consolidado la cultura de los ‘positivos’. Entre los generales y los mandos medios se ha incrementado la necesidad de mostrar a toda costa éxitos en la guerra. En parte, por la exigencia del propio presidente Uribe, que llama directamente a los comandantes en el terreno para mantener su presión. Y también porque se paga dinero y se reconocen los méritos. Otro factor es la expectativa que existe sobre el nuevo comandante del Ejército, general Mario Montoya, para que sostenga las ‘cifras’ de su antecesor. No se tiene en cuenta que en la medida en que hay progresos en la guerra, los ‘positivos’ deben disminuir. De hecho, llegan a cero en el momento de la victoria definitiva, porque el enemigo pierde toda su capacidad de acción. Este obsoleto concepto ha producido casos atroces como la desaparición de Tiberio García Cuéllar cerca de Chaparral, Tolima, sobre el cual hay investigaciones contra miembros de la Fuerza Pública; el montaje del secuestro de seis comerciantes por el Gaula del Ejército en Atlántico, y ejecuciones extrajudiciales por las que se acusa a la IV Brigada, en Antioquia, cuyas víctimas fueron presentadas como guerrilleros.
Un elemento clave de la política de seguridad democrática era el de cambiar la manera de cuantificar los éxitos de las Fuerzas Armadas en la guerra. Reemplazar indicadores como el número de muertos por otros más modernos como los resultados en términos de una mejor seguridad para la población civil. La reducción, por ejemplo, de homicidios, secuestros y desplazados. Lamentablemente, los casos mencionados indican que no se ha producido este cambio, sino que, por el contrario, se ha incrementado el apego al infame ‘body count’ (contabilización de muertos) que en el mundo se comenzó a desterrar después de su abuso en la guerra de Vietnam.
El comandante del Ejército, general Mario Montoya, en el comunicado que leyó el jueves pasado para dar a conocer el escándalo, reiteró que los hechos fueron cometidos por “personas inescrupulosas entre las que se encuentran dos oficiales”. Un explicable énfasis en la responsabilidad individual y no institucional. Y aunque es cierto que no existe una política oficial, la repetición de la la infame práctica de inventar atentados genera una gran preocupación. La contundente declaración del ministro de Defensa, en el sentido de que estos crímenes son “hechos aislados” choca contra la percepción de que su número y frecuencia tienden a convertirlos en una conducta sistemática.
Por momentos, la reacción de la cúpula descubre una mayor preocupación por la imagen, que por enfrentar la realidad. El general Montoya salió a los medios con un comunicado de seis puntos para adelantarse a las informaciones que preparaban SEMANA y El Tiempo para denunciar los montajes. El objetivo era quitarle fuerza a la noticia y divulgarla en los términos oficiales. Una praxis de dudosa ética que ya había sido utilizada cuando se destaparon las torturas a que fueron sometidos 21 soldados del Batallón Patriotas en el municipio de Piedras, Tolima, en febrero pasado. Estas reacciones dejan la percepción de que importa más tapar llas irregularidades que llegar al fondo de las investigaciones.
Y hay problemas graves con aspectos tan cruciales como el alcance del control civil del manejo militar. Un precepto constitucional fundamental en una democracia, que en Colombia se profundizó desde cuando se reemplazaron los ministros de Defensa militares por civiles. Aunque esta medida ha servido para mejorar el debate sobre los asuntos castrenses y para mantener a los oficiales al margen de la política, todavía hay un largo camino que recorrer. La salida de Martha Lucía Ramírez de la cartera de Defensa tuvo que ver con el malestar que generaron en las Fuerzas sus intenciones de asumir el manejo de la contratación por parte del Ministerio. Otras áreas han sido impenetrables: esta es la hora en que los informes de los inspectores militares no llegan al despacho ministerial. Y para enfrentar la profunda crisis de la justicia penal militar, el ministro Santos tuvo que nombrar como directora de esa jurisdicción a Luz Marina Gil, la primera civil que llega a esa posición.
Pero se necesitan otras reformas. “El rápido crecimiento en el pie de fuerza en los últimos años no ha estado acompañado de la reingeniería necesaria para mejorar los controles internos”, dice la ex ministra Martha Lucía Ramírez. También hay problemas de liderazgo. El relevo de oficiales respetados por la tropa, como los generales Reynaldo Castellanos y Carlos Alberto Ospina, ha dejado vacíos. También se necesita una revisión de la estrategia de pagos de recompensa para evitar el estímulo al logro de ‘positivos’ a cualquier precio. Y, agrega Martha Lucía Ramírez, “la formación de los soldados debe ser más integral: agregar una mejor educación en derechos humanos y ética, y no limitarse exclusivamente a lo militar”.
Falta ver a dónde conducen las investigaciones sobre los atentados previos al 7 de agosto. ¿Tiene validez la hipótesis del fiscal Iguarán según la cual fueron las Farc las que impulsaron estos actos? ¿A esa conclusión conduce el material probatorio? En todo caso, una es la realidad procesal y otra la preocupación creciente por la protuberante existencia de fallas estructurales en las fuerzas. Y este punto, pase lo que pase con las investigaciones sobre los actos terroristas de agosto, no se puede dejar a la deriva ni sin una respuesta convincente en un país en guerra.