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21.10.06
Álvaro Castillo Granada
www.prensarural.org
“Es Paul Robeson”, fue la respuesta que me diste a la última pregunta que te hice, mirando las fotos que cubrían las puertas del clóset de la habitación del hospital en que estabas. Fotos que te miraban: amores, amigos, compañeros. Ahí estaban todos, estábamos, los que de alguna manera habían conversado contigo. Eso era algo fundamental en el ser amigo tuyo: conversar.
Apenas entré a la habitación, después de saludar y abrazar a Katia, me dijiste: “Quiubo hermano… te he extrañado…”. Así era ser tu amigo: contarse y recordarse. No había otra manera, la vida que se compartía con los demás era también un texto, un paisaje, que se iba tejiendo a través de los días, las presencias y las ausencias, los silencios, las miradas a Gloria y Verónica, las mujeres hermosas (dolía tanto verlas…) que nos vendían a veces una gaseosa o un tinto con una sonrisa que se parecía a la felicidad; las lecturas compartidas, las ilusiones presentes. Los proyectos (“Ahora voy a metérmele a la novela que Felipe me dijo que tenía que escribir… ya encontré cómo…”), los hallazgos, no sólo de documentos o testimonios, sino también de caminos y rumbos en medio y hacia la creación. Encontrarse en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional y sonreírse y saber que por unas horas estábamos en otro tiempo que, sin embargo, también era el presente. Compartir una comida una noche cualquiera, asistir en la cocina a la preparación de un plato, colaborar (así no quedara muy bien que digamos y mereciera una burla) cortando el apio o el tomate. Y hablar, hablar y hablar… Siempre conversar, compañero.
Creo, ahora que llegué a la librería, después de despedirme de ti y escuchar a los que te quieren, después de servirme un tinto en mi taza azul y mirar al cielo que se está haciendo gris, que la primera vez que leí un libro tuyo fue en el colegio. No tengo muy claro el año. Fue en esa época en que comencé a explorar los ficheros para ver qué encontraba. Ahí estaba un libro tuyo: Las muertes de Tirofijo, en la vieja edición de la Enciclopedia Popular Ilustrada. Era un libro delgado, verde, humilde. Lo leí como quien encuentra un tesoro y teme ser descubierto (cuando por fin, años después, lo conseguí, me escribiste: “Para álvaro, por la recuperación de tanto texto perdido”).
Después leí, por los años en que íbamos con David a la JUCO, La paz, la violencia: Testigos de excepción. Para mí eras el autor de esos dos libros hasta cuando descubrí El Bogotazo Memorias del olvido. Digo “descubrí” porque la lectura para mí siempre ha sido una aventura regida por el azar en la que no se sabe a dónde ni con quién se viaja. De tal manera que llegué a tu Libro después de haber leído otros. Lo leí prestado. Fue una conmoción: se escuchaban las voces de todos, era como estar ahí y poder presenciar la batalla.
Cuando me enfrenté a la inmensa tarea de organizar el material para el libro que estoy escribiendo y quiero algún día terminar, sobre la primera visita de Pablo Neruda a Colombia, su relectura me dio una clave: el montaje permite oír las diferentes voces de los testigos. Todos tienen la palabra.
Después, un día cualquiera, atravesando la calle que está frente a mi casa, me crucé contigo. Resultó que vivíamos muy cerca, como a doscientos metros en línea recta. Muchas veces te vi entrar y salir. Varias veces nos saludamos moviendo las cejas. Pensé muchas veces en hablarte. Como siempre, lo pensé mucho (“¿Qué le puedo decir a ese señor?”) hasta que, obviamente, no lo hice.
Una tarde, recuerdo, hubo una firma de libros en un centro comercial. Iban a estar muchos autores. Descubrí tu nombre. “Ahora o nunca”, me dije. Cargué mi morral, el azul de entonces, casi me voy de espaldas por el peso brutal, y partí. Me saludaste con el “¿Quiubo hermano?” que después, cómo iba a saberlo, se convirtió en la invitación a contar. Abrí mi morral y comencé a sacar los libros que uno a uno, como si fueran tréboles de cuatro hojas encontrados por ahí, fueron llegando. Sonreíste: “Los tienes todos…”. “Casi”, te respondí.
También ese día vi por primera vez a Zoraya Peñuela, recién estrenada como jefe de prensa de la editorial en la que siempre publicaste (con los años ella se fue convirtiendo en cómplice, confidente y princesa). Regresé a mi casa con mis ejemplares transformados ahora en únicos. Empezamos a encontrarnos los domingos, a veces, en el mercado de las pulgas. Tú ibas de la mano con Paloma. Yo iba con Rocío.
Meses después, en medio del desempleo y la incertidumbre, dedicado a esperar todas las tardes a que alguien me llamara para encargarme un libro e irlo a buscar en la mañana, nos encontramos en la librería Lerner. Estabas buscando Mi vida, de Isadora Duncan. No estaba. Nos saludamos y te dije que yo lo tenía (además también algunas ediciones viejas de tus libros). Te brillaron los ojos. Me los encargaste. Salimos y me invitaste a tomarnos algo. Fuimos a una cafetería cercana a tomar tinto. Tenías una forma de preguntar que invitaba a confiar, a explayarse, a tener tiempo. En un momento dado me dijiste que querías escribir una crónica sobre mí. “¿Sobre mí?”, pensé. “Caballero…ni en mis mejores sueños se me hubiera ocurrido que Arturo Alape quisiera escribir sobre mí”. Nos pusimos una cita en tu apartamento de La Soledad (ya no éramos vecinos, la rumba universitaria te había ahuyentado). Esa tarde, junto a Katia, tu compañera amada, y Carlos Montalvo, tu amigo hermano, conversamos horas y horas acompañados por ron cubano. La crónica se llamó “Viajero de la literatura” y se publicó en El Espectador el 27 de septiembre de 1998. Ahí empezamos a conversar, a buscarnos, a encontrarnos.
Poco a poco fuimos descubriendo que muchas cosas nos unían: el amor a nuestro país, el vicio de la lectura, el recorrer Bogotá haciéndola nuestra, la fascinación por escuchar los cuentos de los demás, esos fragmentos de vida que se van haciendo nuestros, esas hojas de la memoria en las que podemos escribir y ser escritos; la admiración y el amor (sí, otra vez el amor) por Cuba y su revolución, la literatura, la música, la historia nos acercaron a un tiempo en el que éramos contemporáneos. Horas y horas de charlas infinitas, intentando comprender, ordenar, explicar, haciendo que el ayer y el hoy fueran un mismo lugar.
Recuerdo en especial una maravillosa tarde que pasamos hablando en la librería, junto a Ramón Illán Bacca, de la década prodigiosa del sesenta, esa que viviste como testigo y como protagonista. Absolutamente. No haber grabado esa charla… Son tantas las cosas que se van desvaneciendo, las conversaciones que se van olvidando, las palabras que se van borrando. Queda en la memoria y en el corazón algo así como la esencia, lo fundamental: la semilla que algún día podrá germinar.
Ahora, en este preciso momento en que hace frío y tú ya no estás, tengo cuatro instantes de estos años de amistad. El primero. Ser el editor de tu primer y único libro de poesía: Luz en la agonía del pez, que salió en septiembre de 2004. Me lo entregaste, después de una llamada misteriosa, con la misma timidez del que por primera vez se acerca a donde lo espera, a lo mejor, la primera muchacha con la que nos vamos a dar, por fin, un beso. Nos reunimos varias veces a comentarlos. Aceptaste algunas observaciones. Otras no. Una de esas veces nos acompañó uno de mis amigos hermanos, Felipe Riveros, que por esos días era nuestro diseñador. La alegría de tu mirada cuando viste tu libro recién editado es indescriptible. Decías: “Gracias hermano, gracias”. Me escribiste en la primera página: “Para el gran álvaro, buceador de mares y ríos, y mirador de la llanura en alza”.
El segundo. Tener colgado en la pared verde de mi cuarto, sobre mi cama, al lado de algunos cuadros y fotos amadas, uno de los collages de la serie “Las miradas”, la “Mirada al viento”. Era tal tu interés en que yo lo tuviera (después de contarte lo mucho que me gustó) que me diste un precio y unos plazos especiales, elásticos, para que pudiera serlo. Esa mujer acompaña mis sueños.
El tercero. Ir a comer a tu casa. Ver como preparar un plato es una forma de mostrar lo que se quiere a los demás. Sólo entran a nuestra casa y a nuestra cocina los amigos, los hermanos. La última vez estaba Carolina, “la chef”, que se preparaba para irse de viaje a estudiar a esa ciudad que no tiene fin.
El cuarto. Ser uno de los lectores de tu última novela, El cadáver insepulto. Ser testigo de su gestación, de su proceso de escritura, de sus múltiples transformaciones hasta llegar a ser lo que es: una novela necesaria. Jornadas de lectura, discusiones, observaciones. Todo en medio de la confianza y la complicidad de quienes, en medio del tiempo, son contemporáneos. Aparecer en la página 317 como “el insaciable lector” es algo que no tengo cómo agradecerte. Me escribiste: “Para álvaro, con siempre amistad. Una historia de profundas raíces en la sangre y, huellas de historias y miradas. Con el abrazo de la montaña que narra historias”.
Pero estos cuatro momentos (y muchos otros, no se trata al fin y al cabo de una enumeración o un inventario) no son nada comparados con el privilegio, el honor, de que hayas pensado en mí antes de irte y hayas querido verme y conversar conmigo en medio del dolor y la certeza, despedirte antes de emprender el último viaje por el río. “Quiubo hermano… te he extrañado…”, me dijiste. Yo también te voy a extrañar. “Es Paul Robeson”, fue tu última respuesta.
Qué maneras tan raras tiene la amistad de despedirse y quedarse: la voz de ese hombre inmenso, luchador digno, está en este momento sonando en el disco que me regaló Camilo y tu voz me está hablando, largo y calmadamente, de lo que somos los hombres. Mi mano derecha acarició tu frente. Un beso deposité sobre ella.
Francisco Bohórquez, Pacho, mi amigo, me llamó en la madrugada del 8 de octubre para darme la noticia de que te habías ido. La vida es demasiado rara: en la misma funeraria donde tú estabas me encontré con Angélica y Santiago, mi primer amigo, que también estaban despidiendo a alguien querido. Hoy, lunes, entendí, por fin, que cuando se responde a la pregunta de “¿Hasta cuándo?” sólo es posible decir “¡Hasta siempre!”. Y eso es, Arturo Alape: no te voy, no te vamos a olvidar, hermano, compañero, “Ol’ man river”…