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Claroscuros de la elección en Colombia

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29.05.06

www.jornada.unam.mx

El proceso electoral que culminó ayer en Colombia con la victoria del presidente Alvaro Uribe Vélez, quien obtuvo un mandato de otros cuatro años en el cargo, tiene implicaciones contrastantes. Por una parte, resulta descorazonadora la perspectiva de que el autoritarismo y la insensibilidad social que han caracterizado al actual gobierno se prolonguen durante otros cuatro años en esa nación sudamericana; por la otra, cabe congratularse por el fin del bipartidismo oligárquico que dominó la política colombiana durante muchos años, ante el surgimiento de una fuerza electoral democrática y progresista que ha logrado situarse en estos comicios como la segunda fuerza electoral del país.

El triunfo de Uribe puede explicarse en primer lugar por el hartazgo social ante la violencia, la delincuencia y la inseguridad. En el entorno colombiano, caracterizado por décadas de guerras sobrepuestas ­la de las organizaciones guerrilleras contra el Estado, la de los paramilitares contra las guerrillas, la de los narcotraficantes contra la policía—, es inevitable que la mano dura que preconiza el actual titular de la Presidencia sea vista con simpatía por amplios sectores de la población, por más que, a la larga, esté destinada al fracaso.

En efecto, se puede anticipar que las fuerzas armadas no lograrán erradicar a los grupos insurgentes; la guerra contra las drogas no podrá resolverse en el ámbito local en tanto no se emprenda, internacionalmente, un enfoque distinto del que ha orientado hasta ahora el combate de los gobiernos al narcotráfico. En lo económico, las políticas antipopulares y neoliberales de Uribe seguirán operando como han hecho en todos los países en que fueron impuestas: como fábricas de millones de pobres y como concentradoras de riqueza en unas cuantas manos. Pero, por ahora, Uribe logró articular sus soluciones de fuerza con los reclamos de seguridad de la gente y consiguió que el grueso de los electores se olvidara de las verdaderas razones de fondo de la insurgencia guerrillera y de la criminalidad común: las lacerantes desigualdades sociales, la marginación de millones, la miseria que afecta a extensas regiones de un territorio feraz y rico en recursos.

Previsiblemente, en consecuencia, y a menos que Uribe Vélez y su grupo decidieran emprender, en su segundo mandato, un viraje radical en su manera de gobernar y hasta en su visión del país y del mundo ­lo cual es muy poco probable­, Colombia pasará por otro cuatrienio de violencia y de acumulación de desigualdades.

Sin embargo, el panorama político de la nación sudamericana se ha esclarecido y ordenado en estas elecciones, ha terminado de desvanecerse la falsa alternativa política que dominó al país durante varias décadas ­liberales y conservadores—y ante el electorado colombiano se presenta una disyuntiva clara: la derecha oligárquica, autoritaria y neoliberal, por un lado, y una propuesta de izquierda como la que postuló a Carlos Gaviria y cosechó más de 20 por ciento de los sufragios, lo que constituye, en el escenario colombiano, un logro histórico. En efecto, las organizaciones progresistas que optaron por la lucha electoral se habían enfrentado, hasta hace poco, al exterminio de sus candidatos y adherentes, por un lado, y a la falta de márgenes de acción. Atrapada entre una guerrilla cada vez más impopular y el aparato propagandístico del Estado, que la presentaba casi como apéndice de los grupos armados, la izquierda política colombiana no había pasado más allá de un lejano tercer lugar en procesos comiciales. Con estos antecedentes, los resultados obtenidos por el Polo Democrático Alternativo (PDA) en la elección de ayer pueden considerarse un logro nada desdeñable.

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